El problema con Harry Potter

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El mayor problema con las adaptaciones fílmicas de Harry Potter no está en su ejecución. Salvo las primeras dos tibias cintas dirigidas por Chris Columbus, todas las películas de la saga oscilan de mediana a francamente buenas. Las mejores de la serie siguen siendo la tercera, de Alfonso Cuarón, y la cuarta, de Mike Newell. Las siguientes, dirigidas por el británico David Yates, aunque entretenidas, jamás emocionan. Pero nadie podría tildarlas de mediocres.

El problema, insisto, no está en la factura sino en el material con el que el equipo de producción de las adaptaciones fílmicas ha trabajado. A diferencia de The lord of the rings e, inclusive, de Star Wars, la saga de Potter fue concebida, desde un principio, como una serie episódica. Harry, Hermione y Ron llegan a Hogwarts, se presenta un conflicto con tintes misteriosos, y por lo que resta del libro (o la película, según el caso) los tres amigos deben resolver el rompecabezas. Desde ese punto de vista, las historias de J.K. Rowling le deben más a Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan Doyle que a Frodo o Luke Skywalker. Al final, cada libro nos da a entender, a su manera, que la amenaza de Voldemort se ha dilatado. Pero más allá de eso –y de una que otra muerte- los libros de Harry Potter no tienen un arco dramático que unifique la trama desde la primera entrega hasta la última. The lord of the rings es lo contrario, y la diferencia se nota, sobre todo, en la aparente facilidad con la que Peter Jackson la adaptó para el celuloide. La trilogía de J.R.R. Tolkien fue concebida como un solo libro, y solo se dividió en tres porque la editorial así lo pidió. El problema al que claramente se enfrentaron los directores y el equipo de producción de Potter es que la naturaleza episódica de la saga de Rowling nos fuerza a tomar cada película como una unidad y no como una secuela. Mientras que The lord of the rings tiene un solo conflicto que une a sus tres libros, Harry Potter tiene siete conflictos distintos que, más que encadenar, separan los siete tomos. Es evidente que las adaptaciones fílmicas de Potter han batallado con este problema. Desde la cuarta película se nota el esfuerzo con el que intentaban concatenar sus tramas. Everything´s going to change now, isn´t it?, le pregunta Hermione a Harry, tras la muerte de Cedric Diggory. Yes, le responde el archirrival de Voldemort. La pregunta es: ¿de verdad cambió todo para la quinta entrega? La muerte de Diggory se olvida después de cinco minutos y la historia introduce un nuevo conflicto. Y aunque no ocurra en Hogwarts, lo mismo ocurre en la primera entrega del desenlace. Las secuelas no batallan con la misma problemática que sus antecesoras, no se nutren de ellas; no las necesitan.

No debe ser sencillo adaptar una serie de libros con estas características. No debe ser sencillo mantener la atención del público a través de ocho episodios sin que el conflicto se diluya y lo que vemos en pantalla sea indistinguible de lo que ocurre en una serie auténticamente episódica como James Bond o Indiana Jones. Hay que dar la impresión de que la narrativa central, por más diluida que parezca, está avanzando, se está dirigiendo hacia un desenlace ineluctable. No obstante, la naturaleza fragmentada de la serie de Rowling es insoslayable. Es imposible imaginar a más de un director encabezando la trilogía de The lord of the rings. Y, sin embargo, en la saga de Potter se cambia de directores como de profesores de Dark Arts. Es claro: aquí no es necesaria una estética que impere por más de tres o cuatro cintas. Lo importante es mantener el mundo de Hogwarts vibrante: y qué mejor manera de lograr lo anterior que pedirle a cuatro diferentes directores que le impriman su sello, que reinterpreten el mundo de Rowling para nosotros.

El problema de los episodios parecía resolverse con la noticia de que el último libro, Harry Potter and the Deathly Hallows, sería dividido en dos cintas. Los ejecutivos de Warner Brothers y los productores de Potter fueron los primeros en aclarar que la decisión no había obedecido a principios monetarios sino creativos: por fin tendrían la oportunidad de extender un arco narrativo en más de una sola entrega, de crear una verdadera secuela, un desenlace genuino.

Desgraciadamente, la jugada no les salió. El trabajo de una adaptación es, en tantos sentidos, editar, quitar la paja, extender las escenas verdaderamente cautivadoras de un libro. En este caso, Steve Kloves, que ha escrito todas las cintas de Potter menos la quinta, hizo todo lo contrario. Más que quitarle grasa al séptimo e innecesariamente largo libro, el guionista decidió extender lo que jamás debió ser extendido y rellenar lo que no necesitaba relleno alguno. El resultado es una película que se siente extrañamente diluida, donde los silencios se extienden para ocupar la mayor cantidad de minutos, donde secuencias que podrían haber sido resueltas en un par de tomas se extienden de manera inexplicable (como aquella que se lleva a cabo en el Ministerio de Magia). Si el resto de las cintas de Potter se sentían apresuradas y excesivamente compactas (el equivalente narrativo a una lata de sardinas), esta última da la impresión de absurda lentitud. Cualquier adaptación, en su sano juicio, se habría librado de esas 200 páginas soporíferas en las que vemos a Harry, Ron y Hermione perdidos en la desolación del campo inglés, sin poder encontrar los famosos horcruxes. Pero como la adaptación fílmica dijo necesitar dos cintas para narrar todo lo pertinente, aquí nos chutamos las 200 páginas enteras, y a veces se siente como si estuviéramos leyéndolas en vez de viviéndolas. Lo anterior no viene sin beneficios: dos secuencias que valen el boleto. Una escena dulcemente torpe en la que Harry y Hermione bailan, y un gratificante momento de sexualidad adulta que ocurre en la mente de Ron. Pero sobre todo la primera escena se siente como un extra; algo que encontraríamos entre los deleted scenes del DVD. Casi podemos palpar la mano de Kloves mientras inventa instantes para cumplir con los 140 minutos que debe llenar. ¡140! ¿Dónde quedó el ojo editorial del guionista? ¿De verdad se necesitaban de cinco horas para resumir un solo libro de literatura juvenil?

El resto de la problemática aparentemente recae en Yates. Entrenado detrás de las cámaras de dramas hiperrealistas de la televisión inglesa, el director de esta última entrega parece más interesado en los estados de ánimo sombríos y redundantes de sus protagonistas que en el mundo mágico que los rodea. Mucho llanto y poca magia. Queda claro, por supuesto, que Yates está queriendo elevar el tono de su cinta; extirparla del contexto infantil para acercarla a la esfera de lo verdaderamente adulto y dramático. La falla original, de nuevo, viene desde Rowling: esa obsesión por infectar su fábula con “conflictos serios” (nótese el evidentísimo paralelo entre el Nazismo y Voldemort) y auténtica tragedia. El problema es que la saga de Potter despega cuando es ligera, cuando reinventa el folcor y la mitología, cuando cosquillea nuestra imaginación, no cuando pretende conmover. La culpa del relativo fracaso de la adaptación no la tienen los bienintencionados directores que han prestado sus talentos a cada una de las cintas. La culpa la tiene la tela de la que están cortando: una fábula infantil con aires de grandeza.

-Daniel Krauze

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