¿Un canon de la literatura mexicana?

El autor reflexiona sobre la importancia de la colección Lecturas Mexicana, editada por la Secretaria de Educación Pública a finales del siglo pasado. 
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Hace poco más de una semana que estuve en Chihuahua para presentar un libro mío titulado Bisontes (Nitro press, 2013). Se trata de una novela corta, aunque a mí más bien me parece un relato largo de unas noventa y tantas páginas ya formadas. En algún momento de la noche, uno de los presentadores citó a Efraín Huerta y después afirmó que como yo había leído a los escritores rusos y norteamericanos ( y eran supuestamente mis influencias), lo más probable es que el llamado Cocodrilo Poeta me viniera sin cuidado. No pude sino sonreír para mí mismo. No es la primera vez que se me acusa de malinchismo, pero hubiera estado muy fuera de lugar decir, cuando llegó mi intervención, que sí había leído (y mucho) a Huerta, sobre todo durante la adolescencia, y que cuando recién me mudé a la ciudad de México sentía que ya la conocía en esencia lo suficiente a través de la literatura mexicana.

Regresar a Chihuahua, mi ciudad natal, siempre me produce toda clase de sentimientos encontrados, entre lo cuales uno de los más fuertes es el de sentirme una especie de extranjero. Las cosas además no son tan grandes como uno las recuerda de la juventud: la torre de una iglesia, la extensión de una calle, la estatua del fundador y, sobre todo, la biblioteca familiar; o bien: lo que queda de la biblioteca familiar.

Tuve la suerte de haber crecido en el seno de una familia que militaba en el entonces Partido Socialista Unificado de México (PSUM), antes Partido Comunista Mexicano (PCM). Pese a la mala fama que se han ganado los comunistas, mis padres no eran ortodoxos ni estalinistas ni nada por el estilo. En una ciudad del norte, pequeña, como en la que yo crecí, era muy común que la clase media educada y progresista militara en estos partidos; no había otras opciones. Los comunistas, los troskistas, y los socialcristianos eran casi todo el grueso de la muy modesta y apenas educada intelligentsia regional. Por eso digo: tuve la suerte de nacer en una de estas familias. Pero también de ser el hijo de dos padres a los que, al menos en el tema de la lectura, no les estorbaba la militancia política a la hora de apreciar un libro. En mi casa se leían toda clase de autores que aún ahora los ideólogos de izquierda y de derecha consideran irreconciliables. Se leía a García Márquez y a Vargas Llosa, a Octavio Paz, a Efraín Huerta, a José Revueltas, sin distinción. Mi padre se desengañó del comunismo recién comenzados los años ochenta, pero siguió militando en los partidos sucedáneos hasta que en 1990 rompió definitivamente. Más tarde, fue por consejo de él que leí Homenaje a Cataluña de George Orwell, libro que prefiero a 1984. Fue en el seno de una familia muy politizada donde descubrí que la literatura no debía pasar por el tamiz de las ideologías al grado de que muchas de mis lecturas de los tempranos veinte fueron de autores católicos y considerados de derecha.

De aquella biblioteca de la infancia recuerdo especialmente la colección Lecturas Mexicanas: las dos primeras series fueron editadas por la Dirección General de Publicaciones, cuando esta dependía de la Secretaría de Educación Pública. Hubo una tercera serie ya en la época de Conaculta. Recuerdo que eran libros muy baratos que podían comprarse en un módulo de acero de Educal  (con forma de cubo) que se encontraba en el Parque Lerdo (hace unos años vi el último de estos en el Jardín Pushkin, creo). Supongo que la idea de esta colección era hacer accesible a un público muy amplio (con ediciones de hasta 70 mil ejemplares) las obras representativas de la literatura, la cultura y la historiografía nacional.  Recuerdo como algo omnipresente esta colección en el librero familiar. Fue ahí donde leí por primera vez Pedro Páramo, en la secundaria. La colección era novedosa en el sentido de que tomaba obras de diferente sellos editoriales: Joaquín Mortiz, Fondo de Cultura Económica, Era, etcétera. La pluralidad de los autores también era encomiable (algo muy del estado paternalista mexicano): Paz, Revueltas, Rosario Castellanos, Elena Garro, Ibargüengoitia, José Agustín, Gustavo Sainz, Efraín Huerta, Inés Arredondo, Vasconcelos, Reyes Heroles, Cossío Villegas, Piña Chan, Caso, etcétera; incluso autores extranjeros que escribieron sobre México, entre los que recuerdo La guerra chichimeca de Philip W. Powell. La lista es enorme. Visto desde la distancia algunas obras eran relativamente nuevas, de escritores aún jóvenes; otras se consideraban ya clásicos, aunque sus autores estuvieran vivos. No sé quién fue el director (o los directores) de esta colección, pero es obvio que la intención era crear una especie de canon mexicano, aun cuando esta palabreja, canon, aún no estaba de moda. Yo desde muy joven estaba consciente de que ese magno conjunto encarnaba una especie de tradición a la que bien podría rendírsele una especie de culto.

Cuando en los años noventa, después del divorcio, mi padre se llevó la mitad de la biblioteca y la colección de Lecturas mexicanas familiar fue desmembrada, tuve la suerte de que, como se habían impreso decenas de miles de ejemplares de cada tomo, aún seguían siendo baratos y accesibles. Yo tenía un trabajo, de esos que se llamaban a la sazón mcjobs, y un par de veces a la semana me daba vuelta por las librerías del centro para comprar algunos ejemplares de la colección, a veces hasta por dos o tres nuevos pesos; es decir: nada. Prófugo de la escuela, Lecturas Mexicanas y otros tantos libros fueron mi irregular educación media superior. Pero ya basta de hacerme el Maxim Gorki.

Cuando regresé a Chihuahua la semana pasada me encontré con varios de estos tomos. Cada uno de ellos una lectura juvenil: la antología de poemas de Efraín Huerta, Morirás lejos de Pacheco, Mansalva de Gerardo Deniz (no entendía nada), Libertad bajo palabra de Octavio Paz, Las jiras de Federico Arana, El complot mongol de Rafael Bernal, la antología de la poesía mexicana de Jorge Cuesta,  Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli, adaptada esta novela por Buñuel al estilo Hitchcock (es decir: nada que ver el original con la adaptación). Se me escapan muchos otros títulos de la lista. La colección ahora es un vestigio de una época en la que la gente de a pie como yo podía leer a estos autores sin tener que estudiar letras hispánicas o algo peor; pero también de una época en la que al estado le interesaba difundir la literatura nacional de una manera más democrática. Hoy en día se ha vuelto sumamente difícil conseguir ciertos libros comoLas jiras o Mansalva, salvo en las librerías de viejo, y con algo de suerte. Y hoy Educal es el peor distribuidor que la burocracia mexicana puede pagar. Aunque la colección en teoría sigue viva gracias al FCE, y se han reeditado en facsímil, ya no tiene la misma importancia que tenía hace treinta años.

Hace poco menos de un año me reuní con algunos amigos escritores y hablamos de Lecturas mexicanas. Acordamos escribir cada quién un texto sobre alguno de los libros incluídos en la colección que nos hubiera marcado como autores. Se hizo una lista en una servilleta y después se propuso la serie a un suplemento cultural, sin éxito aparente. Pero lo que a mí me sorprendió fue no ser el único que había pensado en la colección como una especie de canon. Mi generación tuvo suerte de tener este referente, y crecer con él. Lecturas mexicanas fueron nuestros Penguin Classics nacionales. Aquí valdría la pena hablar de la importancia de otras tantas colecciones como Sepan cuantos… de Porrúa, los Clásicos Jackson, pero sobre todo la Austral de Espasa-Calpe.

La palabra canon sigue siendo polémica, en lo particular a mí no me agrada porque suena a una especie de imposición desde una autoridad académica. Una de las cualidades deLecturas mexicanas era que incluía a autores que todavía en los años ochenta se consideraban como parte de la contracultura (aunque esta es una palabra cuyo significado cada vez me resulta más ambiguo) como Parménides García Saldaña, José Agustín y Federico Arana, entre otros. En la tercera serie se publicaron autores que habían sido marginados durante décadas como Manuel Maples Arce. Han pasado ya muchos años desde la última serie. Desde entonces se han escrito muchas novelas, colecciones de cuentos y de poesía, teatro, que podrían conformar un corpus representativo (olvidemos la palabra canon) de la literatura contemporánea. El problema es que nadie parece interesado en editarlo. Una pena, pues muchos libros son muy difíciles de conseguir, por más que aparezcan en los programas de estudio o se hable de ellos en la prensa o entre amigos. Es importante mencionar que uno de los objetivos de la colección era hacer que los libros fueran baratos, y por lo tanto accesibles para todo el mundo, en ediciones dignas, como lo soñó John Ruskin. Pero dado el nivel de “amiguismo” que hay en las empresas culturales, ya sea particulares o del estado, parece muy difícil pensar en una nueva serie tan plural como las dos primeras. Que no haya una nueva serie tal vez sea un síntoma de lo mucho que ha dejado de interesarnos la literatura como pueblo. 

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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