La Venus de Von Sternberg

Jean Cocteau le dijo a Marlene Dietrich: “Comienzas llamándote como una caricia y terminas apellidándote como un latigazo.”
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Jean Cocteau le dijo a Marlene Dietrich: “Comienzas llamándote como una caricia y terminas apellidándote como un latigazo.” El poeta sabía que el nombre Marlene era lo que Lewis Carroll llamaba una palabra-valija: en él se unían los nombres Maria y Magdalene.

Nacida en 1901 según el registro civil, o en 1904 según ella, a los 29 años era actriz secundaria en una quincena de películas acaso olvidables cuando, en 1930, el cineasta hollywoodense Josef von Sternberg le hizo una prueba fílmica, advirtió su fotogenia, gustó de su voz ronca “que provenía no de la garganta sino del coño”, y le dio el papel de Lola-Lola en El ángel azul, basada en una novela de Heinrich Mann.

El ángel azul fue una obra maestra y motivó que a Marlene la solicitara el Olimpo de Hollywood, donde, de 1930 a 1934, y durante otras seis películas, Sternberg se dedicaría a magnificarla en una viviente catedral de rubíes, de cariciosa seda, coquetos olanes, palpitantes plumajes, flotantes gasas, ardientes joyas y alguna coruscante bisutería que hacía más lujurioso el lujo añadiéndole una pizca de vulgaridad en personajes de aventurera, de puta cosmopolita, de vampiresa, y haciéndola transitar por ambientes magníficamente turbios y por países exóticos siempre made in Hollywood (“China” en Shanghai-Express, “Arabia” en Marruecos, “Rusia” en La emperatriz escarlata, “España” en El diablo es una mujer). Y Marlene se sternbergizó, se artificializó, se convirtió en la deslumbrante mujer fatal en historias melodramáticas y ambientes barrocos, sórdidos o palaciegos, con una rara mezcla de refinamiento y vulgaridad: palacios como cárceles expresionistas y burdeles como paraísos baudelerianos de los que surgen momentos de poética extrañeza, como aquel, en Blonde Venus, en que de la tosca pelambre de un gorila que baila groseramente en un escenario van saliendo los blanquísimos hombros y brazos y finalmente el cuerpo entero de Marlene.

Al romper la relación profesional y sentimental con Pigmalión-Sternberg, Marlene, sin despojarse de su brillo de estrella, fue abandonando la soberana condición de joya viviente. Eficaz aunque limitada actriz, prestigiosa por las piernas tanto más deseables cuanto menos las enseñara, Marlene se avocó o se resignó a perder el prestigio mítico a cambio de una imagen más realista, “más humana” y cotidiana. Supo adaptarse a la comedia de salón y champaña (Angel, del gran Lubitsch) tanto como a un género silvestre y viril como el western (Destry rides again, de George Marshall, y el sublime Rancho Notorious, de Fritz Lang), o ser un solo pero resplandeciente momento de la mediocre aunque superproducida La vuelta al mundo en ochenta días, o una casi caricatura de gran actriz en Stage Frigth, que no estuvo a la altura de ella ni de Hitchcock. Ahora se la empleaba como un bibelot prestigioso para películas de look distinguido. Aunque ya no volvió a desenfundar los legendarios muslos —pues elegance oblige!— mostraba su buen porte sobreviviente a sus cincuenta y sesenta y setenta años admirablemente llevados. Se rescató a sí misma en una ácida comedia de Billy Wilder sobre la posguerra berlinesa: A Foreign Affair, en el drama judicial Witness for the Prosecution, de Wilder, y, sobre todo, en Touch of Evil, de Orson Welles, drama negro y tortuoso en que representa a la madrota de un melancólico prostíbulo. En una secuencia con nostálgica pianola al fondo, le dice a Orson: “Te ves hecho una ruina”, y él le rinde honores: “Y tú, magnífica, como siempre.”

En los últimos años se recicló como cantante en one woman shows por todo el mundo. Terenci Moix la vio en uno de ellos y escribió:

“Cada gesto, sonrisa, cada forma de dirigirse al público provenían de algún otro lugar que yo no lograba aprehender, hasta que alguien dijo: ‘El espectáculo es ella misma’”. 

En 1979, 12 años antes de su muerte, publicó sus memorias, tituladas My Life Story, y sus recientes fans, que por los “cronistas de la estrellas” sabían chismes de su bisexualidad o de sus habilidades culinarias (“la mejor freidora de huevos”, según Hemingway), supieron ahora que en los primeros años cuarenta Hitler la llamó a Alemania para instalarla como emperatriz del cine nazi, y que ella respondió cantando para los soldados americanos en giras por los frentes de guerra europeos.   Bella, brava y señorial Lily Marlene.

 

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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