Pato rostizado: la patria está en la grasa

Los restaurantes de todo chinatown que se respete viven de alentar una paranoia occidental.
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Los restaurantes de todo chinatown que se respete viven de alentar una paranoia occidental. Y no, no tiene que ver con la higiene sino con esa idea extendida de que hay un menú secreto para los chinos y otro estándar para el gusto blando del resto de nosotros. Llevo años leyendo reseñas de gourmets empeñados en degustar platos supuestamente proscritos; la mayoría, historias difíciles de creer hasta que hoy, en el sucísimo Big Wong King de Nueva York, el mesero me dijo que no, que eso de los huevos centenarios no se lo daban a gente blanca. Creí que era una broma. Al cabo de tres minutos el hombre llegó a la mesa con un plato de pato rostizado y me repitió que no me daría huevos podridos. No mientras no los pidiera en cantonés.

 

He probado huevos centenarios en el pasado y quería escribir sobre ellos esta semana –lo haré eventualmente–, pero tampoco me quejo del pato. Al fin y al cabo ese ave cuenta algo sobre las migraciones chinas que han poblado el mundo tantas veces.

 

Preparar un pato al estilo pekinés es un proceso larguísimo y rara vez se sigue el ritual, pero incluso un pato vulgarmente rostizado parte de la misma premisa. A ver, cuando uno dice chinatown piensa en patos enteros colgando boca abajo frente a ventiladores parsimoniosos, ¿cierto? Bueno, esa práctica sirve para secar un poco la grasa del animal y, sobre todo, para que la circulación constante del aire separe la piel de la grasa. Es un asunto crítico. Si no se hace, la textura resulta gomosa, el músculo se embadurna en manteca y la costra nunca cruje como debería. No habrá cocción que evite el desastre.

 

Es inverosímil la cantidad de grasa que almacena un pato cuando busca migrar a climas templados durante el invierno. El hígado puede multiplicar su tamaño por diez veces –de ahí la práctica de alimentación forzosa para obtener foie gras– mientras que la piel se hace más gruesa para resistir el frío y quemar suficientes calorías en los largos trayectos. 

 

Es inverosímil la cantidad de manifestaciones xenófobas que ha aguantado la comunidad china en el mundo entero cuando busca migrar a países con mejores oportunidades laborales. Gobiernos pueden decretar que los chinos son sucios y que transmiten enfermedades, o que son comunistas y que por eso lo mejor es matarlos sin mediar palabra.

 

Que haya restaurantes con platos exclusivos para chinos y que no le sirvan huevos centenarios a un occidental es apenas una forma de garantizar que algo de ese país inmenso no termine en las manos equivocadas. Otro cuento mucho más largo es el de las manos que administran ese país inmenso y que, por cierto, este año le cogieron fobia a los patos.

 

Rostizar un pato es quedarse con la mejor parte de la migración. La clave es desechar la grasa, esa intuición de lo que llamamos patria.

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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