Centolla: el hábito de chuparse los sesos

Dicen los poetas cursis que el amor comienza en la mirada. Digo yo que por culpa de los poetas cursis miramos con no-sé-qué la cabeza de los animales por miedo a enamorarnos de ellos. 
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Ese momento extraño en que los ojos se convierten en una mirada y la cara en un rostro que nos dice algo sin abrir la boca. Un cosquilleo recorre la médula espinal: es el cerebro reconociendo al otro en corrientazos que nos igualan bajo el cielo. No hay palabras, solo la certeza del futuro que nos espera: tú al fuego y después al plato; yo como. Dicen los poetas cursis que el amor comienza en la mirada. Digo yo que por culpa de los poetas cursis miramos con no-sé-qué la cabeza de los animales por miedo a enamorarnos de ellos.

 

Sí, está chévere lo de los derechos humanos, pero Occidente tendrá una deuda con la historia mientras no aprenda a comer sesos.

 

Hace tres meses Anthony Bourdain contaba en la revista Lucky Peach algo demasiado bonito para ser cierto. Era una época de bonanza en la China imperial y los comerciantes adinerados solían trasladarse en caravanas con carrozas y todo eso. De vez en cuando ciertos maleantes emboscaban a los burgueses y tras asesinar a guardias, ayudantes y conductores, hacían que el hombre de dinero se arrodillara en el piso ensangrentado. Imagínense la escena de los cadáveres y la cuadrilla de Robin Hoods achinados porque la cosa se pone buena.

 

Ya con el millonario suplicando por la vida de sus hijos y su mujer y sus amantes, los ladrones le ponían al frente un plato con un pescado entero cocinado. 

 

Come

 

No era un gesto sádico sino pura deducción. Si iba directo al tronco del animal para procurarse un filete, los asesinos degollaban al cautivo sin dudarlo. Ese hombre tan poco refinado debe tener esta fortuna por un golpe de suerte, pero no será rico toda su vida y no tendrá amigos ricos que se preocupen por él, pensaban.

 

Si el hombre iba a la cabeza del animal, preferiblemente a las mejillas o a los ojos, entonces viviría para contar el mal rato. Alguien así debe ser refinado porque sabe cuál es la mejor parte del animal, de modo que su fortuna no parará de crecer y seguro tiene amigos ricos que se preocupan. Dejémoslo vivir para volver a aprovecharnos de él más adelante, pensaban.

 

En un acto de imaginación desbordada juguemos a ser millonarios chinos medievales. Nos asaltan, nos ponen el plato. ¿Viviríamos para contarlo?

 

Tu abuelo siempre se comía los ojos de los pescados.

 

Pues qué asqueroso.

 

Yo tenía once o doce años y tardé mucho tiempo hasta entender esa imagen. ¿Qué puede haber en el reflejo acuoso de las pupilas aparte de incomodidad? Porque un animal con cabeza es un animal que nos ve, si no, pregúntenle a los estadounidenses por qué en sus supermercados casi nunca hay pescados completos, ni siquiera un mísero langostino. Muchos locales botaban las cabezas hasta que en la Nueva York de los 70 vieron que latinoamericanos las usaban para hacer caldos. Desde entonces las venden detrás del mostrador, aunque rara vez las expongan.

 

Que las cabezas son buenas para dar sabor es una verdad popular muy extendida, sin embargo pocas culturas occidentales como la gallega y la portuguesa veneran la gloriosa mezcla marina de entrañas y sesos. No, no es un error anatómico, en la cabeza de la centolla conviven ambos y el mundo es justo y si la tasca es tan buena como la lisboeta Ramiro, tendrán la gentileza de llevarte el animal vivo hasta la mesa para darle tus respetos. ¿Sienten un cosquilleo en la médula espinal? Es deseo, no remordimiento.

 

Cuando el camarero viene con la centolla de kilo y medio ridículamente viva con sus diez patas agitándose en el aire, L. recuerda por qué en inglés le dicen spider crab a este cangrejo. Patas alargadas, pinzas delgadas, caparazón rugoso y puntiagudo. Es un espantoso animal migratorio que durante el verano de 1929 llenó la costa de la bahía de St. Ouen, en la isla de Jersey, hasta que la arena parecía moverse. Y eran tan mansos los cangrejos que los ingleses agarraban vivos “a tantos como pudieran cargar de vuelta a casa”, según cuenta una crónica de la época.

 

Fue a finales de los 60, tras caer la pesca de langostas, que la centolla comenzó a cotizar como lujo, a pesar de que en ciertas zonas de Francia aún se compra el kilo por seis y ocho euros. Ese país concentra alrededor del 60% de la producción y aunque la centolla suele nadar por el Océano Atlántico, Chile y Argentina pescan muchas en sus mares.

 

La que está sobre ese mantel de papel aún limpio es portuguesa. 

 

Hace quince minutos la metieron viva en agua tibia. Golpea la tapa con sus pinzas, el calor aumenta y al primer hervor el caparazón cede. Algo de líquido se cuela en esa cabeza que es un cuerpo y desgarra los tejidos del corazón, el estómago y las branquias. La sucesión de nervios que hacen las veces de cerebro envía una última descarga eléctrica antes de derretirse y entre esas paredes duras que hace dos meses alojaron centenares de huevos, la carne se ablanda. La vida sigue porque nada se pierde.

 

¡Mira eso!

 

Bueno, agarra el pan y empieza

 

A ese plato que L. moja en pan tostado y tibio se le suele llamar “coral de centolla”. Los eufemismos sirven para disimular el asco, pero después del primer bocado nadie necesita sutilezas. Además, un asopado viscoso de órganos machacados y sesos es más hermoso que cualquier coral, así que nos miramos conmovidos para acordar el turno de cada quien. 

 

Mojas tú.

 

Mojo yo. 

 

Y en la danza de dos manos que van y vuelven de un recipiente que hace minutos era un ser vivo recordamos lo poco que sabemos comer por culpa de la maña de olvidar las cabezas. Pensamos en esos palitos de harina procesada que los malos restaurantes de sushi venden como carne de cangrejo y entendemos que sería más difícil caer en el engaño si de vez en cuando nos alejáramos de los empaques esterilizados y los envases al vacío de los supermercados. 

 

No se me ocurre acto más respetuoso que mirar los ojos de un animal antes de comerlo. Terminemos la farsa: no más camaroncitos pelados en salsa rosada, no más filetes de pescados sin rostro. Succionen con ganas la próxima cabeza de langostino que vean y sepan que no habrá mejor salsa que esa. 

 

¿Crees que comernos estos sesos nos hará más inteligentes?

 

No sé, lindo, pero seguro que nos hace mejores personas.

 

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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