Todo es idéntico en las antípodas

Para defender su identidad, muchos buscan lo intransferible, una especie de irreconciliable diferencia esencial que a veces da lugar a malentendidos y situaciones cómicas. 
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Parte de la identidad neozelandesa se define en oposición a Australia, el vecino más grande, rico y poderoso. Imitan el acento y se burlan afectuosamente de la aspereza de los australianos en el tratamiento de los aborígenes en el pasado y en el tratamiento de los inmigrantes en la actualidad. La rivalidad aparece por ejemplo en la serie Flight of the Conchords. Convive con una antigua alianza, muchos referentes comunes y vínculos económicos, políticos y familiares.

Cuando están en Europa, los neozelandeses tienen que pasar parte del tiempo explicando que en su país no hay koalas, ornitorrincos ni canguros, que de hecho los animales australianos en Nueva Zelanda son plagas (por ejemplo el possum, que en cambio en su país de origen es una especie protegida), o que los neozelandeses no descienden de presos, algo que naturalmente nadie cree. Hace unos meses, en una oficina de empadronamiento en Madrid, cuando dije la nacionalidad de mi pareja, neozelandesa, la funcionaria corrigió mi imprecisión y escribió “australiana”. Para abreviar, mi abuela dice a sus amigas que es inglesa.

A los australianos y los neozelandeses que conozco les gusta señalar sus diferencias. Mi compañera de piso en Francia, que era de Tasmania, encontraba muy divertido que en Nueva Zelanda llamasen wash house al cuarto de la lavadora, en vez de laundry room. En cambio se felicitaban de que hubiera en las dos casas una nevera exclusivamente destinada al almacenamiento de cervezas, una costumbre típica de las Antípodas.

El escritor oscense Javier Tomeo decía que nunca podría casarse con una aragonesa, porque le parecería incesto.

Hace unos años trabajé un par de días como intérprete para una reportera japonesa. Estábamos en la calle y ella me decía: “Pregúntale a ese.” Como todo el rato eran turistas, al cabo de un tiempo se lo dije. Ella me respondió: “Elige tú. Todos me parecéis iguales”. Como escribió Flaubert, todo lo que uno mira con atención se vuelve más interesante, y más variado. Como dijo la profesora de la guardería de un pueblo de Teruel: “He cambiado muchos pañales y es verdad lo que dicen: no hay dos colas iguales”.

En los últimos tiempos he visto una predisposición a detectar las diferencias en algunos amigos catalanes jóvenes. Venían a Madrid dispuestos a registrar las extrañas costumbres mesetarias y a veces parecían creer que las experiencias y los referentes eran más difíciles de comunicar de lo que realmente eran. Un escritor me trasladaba el temor, compartido con su editor, a que el humor escatológico de su libro no se entendiera al otro lado del Ebro, donde a Quevedo y a Santiago Segura les ha ido bastante bien. Con otros he hablado de diferencias en códigos hipsters, preferencias por vasos y tazas para el café.

He visto casos inversos, y peores. En Zaragoza, una vecina, tras decirme que había pasado unas vacaciones estupendas con su marido en Cataluña, añadió que había tenido mucha suerte “porque nadie nos ha hablado en catalán”. La frase es de psiquiátrico, pero su visión es poco representativa: poco antes, al verme comprar El País, había exclamado: “Ya lo sabía yo. ¡Un rojo!”, una apreciación que la colocaría en una minoría muy reducida. Me sorprendió más encontrar una disposición a buscar lo intransferible, que a veces podía insinuar una especie de irreconciliable diferencia esencial, entre gente cercana a mí, con quien compartía referencias, códigos culturales e incluso un gusto por la observación de las costumbres, sus similitudes y sus divergencias. Es entretenido y sirve, entre otras cosas, para verse en el espejo de los demás. También para conocer bien tu lengua es imprescindible compararla con otras, pero el uso que hagas de ella es el tuyo.

“Tened mucho cuidado. No crucéis en rojo, que allí los coches no esperan”, nos dijo la profesora de Historia de Bachillerato, el día anterior a hacer una excursión al Museo del Prado. Su observación, que nos pareció sacada de una película de Paco Martínez Soria, fomentó burlas un par de semanas. A veces, ahora que vivo en Madrid, recuerdo sus palabras antes de cruzar un semáforo, igual que recordaba la entrañable costumbre austral al sacar una botella de la nevera que mi madre usaba para guardar las cervezas.

[Imagen: Restaurante francés en Auckland, Nueva Zelanda]

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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