Monarquismo mexicano

La exposición "Yo, el Rey" es una muestra de excelencia que integra un viaje de cinco siglos gracias a la colaboración de decenas de museos, instituciones y colecciones privadas. 
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"México nunca se consolará suficiente de no haber sido una monarquía". La frase que Octavio Paz me confió, casi en secreto, alguna vez, resonó en mi memoria mientras recorría pausadamente, con inagotable asombro, la exposición "Yo, el Rey" en el Munal. Sus palabras tenían un dejo de melancolía, la convicción de una posible pero malograda historia imperial.

Todo el peso de la tradición monárquica se me vino encima desde la primera sala: el imponente trono, vacío de presencia corporal (nunca un monarca español visitó sus reinos de ultramar) pero lleno de una presencia política y religiosa que atravesó tres siglos, perduró a lo largo del turbulento siglo XIX y el revolucionario siglo XX, hasta llegar al siglo XXI, extrañamente transformada en sus contenidos pero no en su esencia: la nostalgia de un poder terrenal y espiritual absoluto.

Esta misma fijación con el poder impide valorar zonas creativas de la vida mexicana, como la cultura y las artes. "Yo, el Rey" es una muestra de excelencia, entre muchas. Su concepción implicó la colaboración de decenas de museos, instituciones, colecciones privadas, para integrar un viaje a través de cinco siglos que sorprende, ante todo, por su variedad: tapices, óleos, medallas, estatuas, grabados, documentos (ejecutorias, cartas), joyería de toda índole, esculturas, bocetos arquitectónicos, biombos, vestidos. El recorrido es notable, por su claridad narrativa: los avatares de la efigie real, las imágenes militares y religiosas de la monarquía y, finalmente, la supervivencia de esa tradición en los infaustos imperios de Iturbide y Maximiliano.

La monarquía buscó espejos mitológicos e históricos que la reflejaran: Hércules cargando al mundo en sus hombros, arcos triunfales de la antigua Roma, obeliscos egipcios. Pero en México su dominación debía confrontar otro pasado no menos ilustre. Quizá la pintura más sobrecogedora de la muestra es un retrato de Moctezuma vencido, infinitamente sombrío, idéntico al que narran las crónicas de Fray Diego Durán. Ha depuesto su espada y su corona, tiene la mirada perdida y humillada, la piel cetrina, y casi implora la muerte. Pero lo extraordinario es el hallazgo en el mismo lienzo (con las modernas técnicas de rayos X) de una pintura que la precedía: es Moctezuma también, coronado y armado, altivo y orgulloso, con la cabeza erguida. El pintor desechó la primera y plasmó la segunda: en ese tránsito contó la historia de la Conquista.

Las sorpresas son incesantes. Un inmenso biombo recrea con graciosas escenas y refranes la entrada del monarca a una ciudad. Una sucesión de retratos que comienzan con los severos Reyes Católicos y siguen con las figuras de Carlos V y Felipe II, recorren la dinastía de los Habsburgo y los Borbones. Unas encantadoras pinturas "enconchadas" narran con brillo, inocencia y vivacidad (casi con humor) el encuentro entre Cortés y Moctezuma. En la galería real resalta, por su inocultable aflicción moral y deformidad física, el último Habsburgo, Carlos II, "el Hechizado". Junto a él, como su antípoda, resplandece Carlos III, el gran reformador borbón. No faltan imágenes de Carlos IV (y hasta el modelo original de nuestro infortunado "El Caballito"). Pero el lugar de honor lo tiene Fernando VII orondo, vano, vasto de carnes y corto de carácter, pintado hacia el año de su restauración (1815) en un campamento imaginario por el irónico pincel de Goya.

La sección dedicada a la misión religiosa de la monarquía contiene una prodigiosa madera dorada y policromada de Santiago Matamoros y varias evocaciones de San Hipólito mártir, dos santos de la Reconquista que inspiraron la gesta de Cortés. Una alegoría ordenada por las autoridades indígenas de Ecatepec en 1809, en la que estas aparecen junto a sus pares españolas mostrando su lealtad al monarca depuesto. Me pareció ver en ella la estampa final del virreinato.

Aunque conozco la historia de su caída, me sorprendió la mirada triste de Iturbide y su esposa Ana Huarte, como el primer adiós del alma criolla. Y de la rica colección de imágenes y objetos del Segundo Imperio me conmovió un retrato de Carlota, atribuido a Santiago Rebull. Hay un fondo de angustia en esos ojos. El fusilamiento de Maximiliano está representado en tres óleos, uno de ellos parecería pintado por Hermenegildo Bustos. Fue el último monarca mexicano: lo seguirían muchos monarcas con ropajes republicanos. A la salida pensé: no comparto el desconsuelo monárquico de México pero ahora lo entiendo un poco mejor.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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