Elogio de Miguel Herrera

Además de volverse un auténtico estratega de futbol, El Piojo ha sublimado lo más oscuro y fomentado la parte más luminosa de su personalidad: de la ira que lo hundía ha quedado la pasión por el futbol.
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Conocí a Miguel Herrera en 1994. El futbol mexicano vivía tiempos prometedores. Después de la extraordinaria Copa América del 93 —en la que México resultó un dignísimo subcampeón— todo el país esperaba ansioso la llegada del Mundial de Estados Unidos. Había en el ambiente la convicción de que el equipo de Miguel Mejía Barón podía llegar lejos. Y es que aquella generación no era para menos. Abundaban jugadores de carácter: Galindo, Ambriz, García Aspe, Suárez, Campos, Hugo, Luis García. Un equipazo. Miguel Herrera también era parte de aquel grupo. Lo recuerdo como el defensa lateral más aguerrido y entregado de su época. Esa garra lo había hecho dueño de la banda derecha en la selección. Apenas unos meses antes del debut en Washington, Herrera parecía el candidato ideal para pelear contra noruegos, irlandeses e italianos en el famoso "grupo de la muerte".

Pero luego algo pasó.

En un crucial partido de eliminatoria, Herrera perdió la cabeza y le recetó una entrada criminal al hondureño Dolmo Flores en el Azteca. Se ganó a pulso la tarjeta roja y, con el tiempo, la exclusión de la lista definitiva rumbo al Mundial. Todos supusimos entonces que Mejía Barón veía en Herrera a un futbolista de talento, pero también de mecha corta, mucho más un riesgo que un activo en el ambiente de alta tensión de una Copa del Mundo. Yo no sé si el famoso doctor tenía razón, aunque hoy me inclino a pensar que no. Pero poco importa: la decisión estaba tomada: no habría Mundial para El Piojo. Debe haber sido un agravio casi irreparable: es doloroso resultar vencido por los fantasmas ajenos; la derrota a mano de los propios es peor.

A ese Miguel Herrera conocí hace casi 20 años.

Entonces trabajaba yo en el periódico Reforma, haciendo una serie de entrevistas de semblanza de los principales futbolistas mexicanos. Fue una experiencia inolvidable. No exagero si digo que me acuerdo de cada entrevista como si hubiera ocurrido ayer. Entrevisté a Luis García en el Vicente Calderón, Félix Fernández me invitó a una fiesta y a bajar a la cancha del entonces estadio azulgrana, Jorge Campos me enseñó que se puede bromear sin parar durante dos horas, Carlos Hermosillo me contó de su transformación de americanista a cementero y Raúl Gutiérrez me conmovió con las anécdotas de su carrera como normalista.

Pero una de las charlas más notables ocurrió con Miguel Herrera. Recuerdo que me recibió en un departamento pequeño y acogedor, decorado con el mayor esmero. Me presentó a Claudia, su esposa, una mujer simpática y guapa, de sonrisa fácil. Tenían una hija que apenas comenzaba a caminar, la niña de los ojos del jugador (meses después tendrían otra). Hablamos de muchas cosas hasta que por fin decidí poner el dedo en la llaga y hablar del carácter bronco de mi anfitrión. Recuerdo que hizo una pausa y luego comenzó a platicarme de su infancia, que había transcurrido en las calles de la Narvarte. Quiero pensar que la memoria no me falla en lo siguiente: algo doloroso había ocurrido entre los padres de Miguel. Las consecuencias de aquello habían dejado al joven rubio solo con su madre y su abuela. Por alguna razón, los niños de la colonia se burlaban de él y su circunstancia. La difícil coyuntura lo había obligado a pelear muchas veces para defender su honor y, crucialmente, el de su madre. Aprendió a ser el hombre de la casa, a no dejarse de nadie: a golpear y morder; defender lo suyo con uñas y dientes. Miguel se me quedó mirando tras contarme aquello. Sus ojos parecían preguntarme si de verdad me sorprendía que en la cancha fuera como era: un auténtico perro.

Muchos años después, esa furia le costaría una Copa del Mundo.

De aquello ha pasado mucho tiempo. Miguel Herrera aprovechó los años para limar su carácter y aprender, a fondo, el oficio de entrenador. Tuvo el buen tino de acercarse al hombre que ha dominado, por mucho, la vanguardia táctica en México: Ricardo La Volpe. Es difícil saber si La Volpe alguna vez imaginó que Herrera sería, con los años, su alumno más aventajado. Mejor que Romano, el Travieso Guzmán o el adusto Profe Cruz. Ninguno de ellos ha logrado replicar la mejor versión del lavolpismo: ese juego bien abierto, de ataque constante, de arrojo e inteligencia. Los equipos de Miguel Herrera —sobre todo este último América— deslumbran como lo hiciera aquel Atlante de principios de los 90 y, en su mejor momento, la selección del ciclo de Alemania. En gran medida, es mérito de Herrera. Además de volverse un auténtico estratega de futbol, El Piojo ha sublimado lo más oscuro y fomentado la parte más luminosa de su personalidad: de la ira que lo hundía ha quedado la pasión por el futbol, el hambre de triunfo y algo mejor, invaluable para un técnico: un carácter sencillo, dicharachero y solidario que, a juzgar por la reacción constante de sus jugadores, inspira algo cercano a la devoción. El resultado es un entrenador que concibe y fragua equipos lanzados y temibles.

Por eso, y aunque todavía no le perdono el dolor que me recetó en la última final del futbol mexicano, le deseo a Miguel Herrera —el técnico nacional pero también el niño valiente de la Narvarte— todo el éxito en lo que viene, allá en el Amazonas.

(Milenio, 23 noviembre 2013)

 

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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