El retraso perpetuo de las democracias (adelanto)

Las nuevas generaciones tienen motivos profundos para estar desilusionados y enojados con la democracia, pero no es válido culpar a una forma política de las torpezas e inmoralidades de la condición humana.
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A Esquilo le importa tanto la justicia que enfoca toda la trilogía de Orestes a la intervención y resolución de Atenea en un juicio en el que el jurado debe resolver, por votos, si Orestes debe ser castigado o absuelto. Celebración de la justicia y origen de la justicia entre los seres humanos: el regalo de la diosa. Las formas políticas, en cambio, le merecen a Esquilo una escena que no sé si leer como hilarante o exasperante: Agamenón está siendo asesinado por Clitemnestra y Egisto, dentro de su palacio; los ciudadanos, el coro, se da perfecta cuenta de la emergencia. ¿Qué hacen? Se dividen en grupos, hablan de modo caótico, discuten, proponen unos actuar, otros hacer una asamblea, deliberar. Votan por una, otra y otra opciones. De pronto, aparece en escena Clitemnestra: el acto criminal se ha consumado mientras las formas democráticas paralizaban al pueblo y lo volvían torpe, titubeante, inepto.

No sabemos cómo pudo reaccionar el público ateniense. Queda solamente la escritura seca, sin tonos, sin sonido, sin representación. Los atenienses solían despreciar sus formas democráticas. De Esquilo a Sócrates y Platón creían que las labores públicas de la ciudadanía eran una lata y costaban no solo tiempo sino prestancia resolutiva. La democracia, incluso en su forma directa, nació como un engorro de ocupaciones que volvían lenta y titubeante la vida activa. Y terminaron por ceder a la tentación de que gobernaran los mejores. La aristocracia pudo acabar con el lío democrático y, al fin, con Grecia, pero tanto Esquilo como Sócrates (que eligió someterse a juicio y morir según el veredicto popular) amaban su impartición de justicia. Al menos, tenían el corazón del lado correcto: nada hay más importante que la justicia.

Muchos siglos después, en 1904, Chesterton escribe El Napoleón de Notting Hill, y propone una idea genial: para qué los partidos y las campañas políticas si, gane quien gane, el asunto no termina ni mejor ni peor que el puro azar, y resulta mucho más racional, sencillo y económico simplemente elegir rey por sorteo. La novela sucede en 1984. Curiosamente, veinte años después, Chesterton publicó el primer ensayo de George Orwell, cuyo 1984 es el horror obsesivo ante la pérdida de la libertad por la “indiferencia general ante la decadencia de la democracia”. Chesterton y Orwell tienen el cerebro del lado correcto: se trata de la libertad. Solo existen las cosas humanas si se presupone la libertad.

Y ese es el embrollo que queda en juego: la libertad y la justicia. Las únicas ideas políticas. Todas las demás derivan de ellas. El problema: ningún orden humano, social, político ha sido suficiente. Son imperativas, y quedan como cuestionamiento, pregunta, búsqueda. Y hay dos modos de pensar acerca de estas cuestiones últimas. La primera supone un modo de hacerlas terrenas y actuales. Es la vía que sale de la República de Platón y llega hasta nuestros días con distintos órdenes utópicos. Ninguno ha sido ni posible ni, en los hechos, deseable. La segunda supone que las sociedades van a la zaga de sus objetivos últimos, pero siempre con retrasos y, aunque corregibles, nunca se alcanzará la etapa final de una sociedad sin cuitas, libre y justa. A las primeras las llamamos tiranías; a las segundas, sociedades políticas, democracias. Es el viejo dilema del reloj: ¿qué es más preciso, un reloj parado pero que al menos dos veces al día da la hora exacta o un reloj que se atrasa un poco y se acerca, pero jamás dará la hora precisa? Las democracias implican un retraso perpetuo: ni el pueblo se pone de acuerdo para salvar a Agamenón, ni en realidad quiere gobernantes.

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