Concurso de cuento temático: Las sirenas

La segunda entrega del concurso de cuento temático sobre la vuelta al terruño. Mándenos su cuento.
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Me llamo Halejandra y la historia de mi nombre es corta y aburrida. La madre de mi abuela se llamaba Alejandra, mi abuela se llamaba Alejandra, mi madre se llama Alejandra y mis padres siempre se han considerado una pareja innovadora. Fueron ellos quienes insistieron en que volviera al país. Luego de siete años en el extranjero los chantajes funcionaron mejor de lo que incluso ellos hubieran pensado: no nos estamos haciendo más jóvenes, queremos pasar contigo nuestros últimos años, a tu padre le duele el oído, cada vez siento más frío por las noches, ya te hemos conseguido una entrevista de trabajo, hasta que me di cuenta de que pocas cosas me ataban y decidí volver sin un plan muy definido.

Vivo en un barrio de viejos, me pareció natural rentar algo a pocas calles de mis padres si uno de los pretextos para volver había sido pasar más tiempo con ellos. El barrio tiene sus maravillas: un parque donde la gente organiza picnics, de lunes a viernes para sus mascotas, sábado y domingo para sus nietos; un pequeño restaurante donde solo sirven café tibio; una patrulla de policía que todos los días a las siete de la mañana enciende la sirena y da vueltas en el barrio a muy poca velocidad, no sé si para alarmar o tranquilizar a los vecinos; un semáforo, y en el semáforo un joven y una vieja que piden dinero: él hace malabares con una pelota de metal y ella carga a cuestas a un niño demasiado pequeño para ser su hijo, a él siempre le dan dinero, a ella nunca. A veces también llueve.

Lo de la entrevista de trabajo no era mentira. La cita con el joven Alférez fue en un café cercano a casa adonde van los viejos a purgar su retiro. Lo llevan bastante bien. Desayunan en grupos y pasan horas hablando sobre sus planes para el día siguiente, aunque al día siguiente todos estén en sus mismos lugares hablando sobre otros planes sin necesidad de excusas. La mayoría se saluda por apodo luego de anunciarle a la dueña y a todos los camareros que hoy pedirán lo mismo de ayer. Mis padres conocieron a Hugo allí mismo, durante la promoción de una serie de paseos culturales que la delegación había contratado para la gente del barrio.

Lo primero que Hugo Alférez me dijo fue que necesitaba que alguien ilustrara su revista. Pensaba publicar un número mensual durante un año y así ganar lo suficiente para iniciar un proyecto serio en el que yo podría participar si hacía bien el trabajo. La revista vendía espacios publicitarios y la mejor manera de conseguir publicidad actualmente, dijo, era la ecología. Tenía ya diseñados los dos primeros números: uno iba sobre sexo; el otro también. Un artículo de portada, que él mismo había escrito bajo seudónimo, analizaba las ventajas de hacer el amor en la oscuridad como una manera de ahorrar energía y, de paso, de crear un ambiente estimulante y romántico. El otro reproducía los testimonios ficticios de gente que había decidido pasear a sus mascotas únicamente por la noche. De esa manera ayudaban a mejorar el tránsito vehicular en horas pico –sabido es que sobre todo los perros aletargan el paso de sus dueños al cruzar calles– y además creaban la oportunidad de conocer a otros dueños, conversar bajo el estimulante espacio de los parques poco iluminados y terminar la velada en la cama de la nueva amistad. En este número planeaba incluir un dossier que sugiriera temas atractivos para abrir charlas según los tipos de mascotas y sencillas recetas de cenas y desayunos románticos. Además de los artículos de fondo, la revista incluía cartas de los lectores –es decir, él mismo– dirigidas a los patrocinadores en las que hacían sugerencias para mejorar sus servicios. Cada anuncio publicitario ilustraría las misivas. Era, según él, un negocio redondo.

La segunda cosa que me dijo fue que mis ilustraciones ocuparían los espacios carentes de patrocinador y que serían monotemáticos: en el primer número, sopas de letras; en el segundo, crucigramas. La paga era buena y podía trabajar desde casa. Acepté. Firmamos un contrato por seis meses, renovable a un año, y prometió enviarme la lista de palabras en cuanto supiera qué textos carecían de patrocinador.

Pasaron algunos días hasta que lo volví a ver. Alférez estaba contento, había vendido todos los espacios disponibles y debido al éxito decidió incluir –a manera de contrapeso, dijo– una sección de “Cartas del lector” en el primer número. La única carta incluida –el único texto de la revista que yo tenía que ilustrar– era bastante tonta y conservadora; hablaba del sexo como la causa de los principales males del mundo, de los ecologistas como hippies oportunistas y de la revista como un atentado al buen gusto. Obvié todas las objeciones al respecto de incluir carta de lectores para un primero número y decidí darle por su lado.

–¿Y entonces qué palabras incluyo en la sopa de letras?

–Ahí está el asunto. No quiero que haya ninguna. Quiero una sopa de letra vacía.

Saqué lápiz y papel y dibujé esto:

Lo miró durante un rato hasta asegurarse de que no había  ninguna palabra y sonrió. Me prometió el primer cheque para la siguiente semana, pagó mi cuenta y se fue. Así estuvimos varios meses.

La revista vendió todos los espacios. Hice crucigramas, sopas de letras, sudokus y un par de caligramas. Visité amigos, di paseos en la ciudad y casi cada tarde visité el café con el pretexto de trabajar. Me sentaba y abría un libro cualquiera para matar el tiempo. Observaba a los viejos, a la patrulla que también avanza lentamente a las siete de la noche con la sirena encendida, al joven al que le dan dinero y a la vieja cansada de cargar al que no es su hijo, al público de la cafetería, oficinistas que por la noche reemplazan al público habitual de las mañanas. Un día pensé que quizá eso hacen siempre los adultos: abrir un libro y fingir que leen.  Otra tarde encuentro a mi madre con algunas amigas. Me acerco a saludarlas y una de ellas me pregunta

– Y ¿qué tal te sientes con la vuelta al país?

–Igual que con a la ida. En realidad no se siente nada.

Me despido, me siento en mi mesa y vuelvo a mis lecturas.

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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