Bill Morrison: luz de la destrucción

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Entre los autores de found footage cuya obra linda con la poesía se cuenta Bill Morrison (Chicago, 1965), quien en Decasia (2002) le dio un papel protagónico a la quemadura.

El recurso found footage se ha extendido tanto por el mundo que su expresión más popular (y superficial) es el humor involuntario: ni los guionistas de Saturday Night Live podrían ser tan corrosivos como el tiempo, y basta ver un video de aerobics de los 80 para confirmarlo. El reciclaje cinematográfico posee, no obstante, una tradición más larga –a partir por lo menos de la Rose Hobart de Cornell, realizada en 1939, donde el artista extrae de una película B el retrato fetichizado de la actriz principal– y sin duda mucho más interesante. Durante los 60 y 70, creadores como Ken Jacobs, Hollis Frampton o el inolvidable y recientemente fallecido Bruce Conner, le dieron al recurso su condición más duchampiana. Décadas después, en los 80 y 90, una nueva generación de artistas planteó la reformulación rítmica de este tipo de cintas, profundizando en su cualidad narrativa. En tal tesitura se distingue la obra de Peter Tscherkassky, autor de maravillas como Happy end, Manufraktur u Outer space (las tres disponibles en http://video.google.com).

Por supuesto, todas las obras de esta índole ofrecen una implícita reflexión acerca de lo que el cine es. Sin embargo, prevalecen en ellas elementos discursivos que no son estrictamente cinematográficos: el retrato idealizado en el caso de Cornell; la documentación de representaciones sociales en Conner o Frampton; la deconstrucción narrativa en Tscherkassky… La obra de Bill Morrison, en cambio, nos propone aprehender el cine, sobre todo, como un proceso de materiales. Aunque también –y esto puede sonar paradójico– con una profunda carga metafísica.

Bill Morrison debutó como cineasta en 1990 con Night Highway. Realizó luego otras cuatro películas (Photo Op, Film of Her, Ghost Trip –una serie de manchas blancas sobre fondo negro que refieren el tránsito en automóvil como una experiencia de plasticidad minimalista–, Trinity). Hasta que, en 2002, se alió al compositor Michael Gordon para realizar la que hasta hoy es su pieza más ambiciosa: Decasia, un collage cinematográfico de poco más de una hora de duración.

La cinta inicia con la imagen de un hombre árabe que danza con los brazos abiertos, haciendo giros sobre el eje de sus pies. El siguiente corte es a un laboratorio donde apreciamos, ordenadas sobre estantes, decenas de carretes de película. Luego vemos, alternados con tomas de los procesos químicos que requiere un film, a distintos grupos de personas interactuando en torno a espacios circulares: una rueca, un taller artesanal, una rueda de la fortuna… La dimensión temática y geométrica no es el único (ni siquiera el principal) eje de estas composiciones. Lo que le da unidad al ensamblaje es la textura de la cinta, cuyo deterioro es radical: en ocasiones es imposible discernir a los seres que yacen bajo las quemaduras que dejó la luz del foco tras sucesivas proyecciones. Después de la belleza del cine, parece decirnos Morrison, está la belleza del cine destruido por la mirada. Más que reciclar imágenes, el autor recicla procesos: las cicatrices acumuladas en una superficie a 24 cuadros por segundo, como si varias generaciones de ojos fueran las responsables del incendio. Morrison enfatiza, también, el otro extremo del desgaste: huellas que el agua, el polvo y los químicos han dejado en cada rollo tras años de olvido.

No es gratuito que los créditos de Decasia nos presenten la obra como “un film de Bill Morrison” y “una sinfonía de Michael Gordon”: la música es el principal catalizador de este ensayo visual. Sin duda se trata de una feliz obra hecha a dos manos, indivisible; la sinfonía es mucho menos intensa si carecemos de las imágenes, y aunque muchos músicos se han apropiado de fragmentos del film para ilustrar su propia obra (supongo que la tentación era demasiada) ninguno de estos intentos roza siquiera la dimensión sublime alcanzada por Gordon.

Bill Morrison ha interiorizado sin duda los estilos del videoarte, disciplina que entroniza el ritmo visual por encima de la sintaxis o la narrativa. Sin embargo, se hace eco también de la vocación voyeurista que está en la raíz de nuestra cultura cinematográfica. Si, para un creador como Buñuel, el cine perfecto sería uno que pudiera verse a través de una cerradura, Morrison nos ofrece relatos (dos mujeres vestidas de negro, una frente a la otra; una pareja que baila quizá un vals; un hombre siguiendo por un pasillo abierto a una muchacha) que debemos discernir, reorganizar, espiar a través del cerrojo que es la película maltratada. Este enfoque resulta especialmente perceptible en Light is calling (2004), cortometraje en el que el autor continúa –de nuevo junto a Michael Gordon– su exploración del metraje arruinado.

http://www.youtube.com/watch?v=A_rKiPkGAb8

A diferencia de Decasia, donde se emplean fragmentos extraídos de distintos carretes, Light is calling nos presenta un solo relato. Un grupo de soldados de caballería, liderados por un oficial, encuentra a una joven en un descampado. Los militares socorren a la doncella y, se infiere, un idilio surge (¿o continúa?) entre ésta y el oficial. Pero lo que digo, claro, no es más que una invención mía: la cinta se halla en tan hermoso estado de descomposición que, bajo su abstracto y luminoso movimiento, apenas es posible distinguir unos cuantos fantasmas. Encuentro en esta lectura del pasado una metáfora compleja: amén de materializar la filosofía del reciclaje que obsesiona a las sociedades posmodernas, Bill Morrison nos advierte que sólo mirando cara a cara la luz de la destrucción en la que estamos inmersos podemos acceder sin cinismo, profundamente, a lo que subyace en nuestras ingenuas representaciones de lo real. El gesto me parece trascendente lo mismo en su ética que en su estética. De ahí su hondura: su verdadera poesía.

– Julián Herbert

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