Foto: Alberto Morante/EFE/EFEVISUAL

George Steiner (1929-2020)

Desde la crítica literaria, Steiner se adentró en la traducción, el sentido de la literatura, la dificultad en la filosofía, el destino de la poesía, las memorias, los libros no escritos; fue el último de los grandes humanistas.
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Enterado al mediodía de la muerte de George Steiner, que convierte al 3 de febrero en día de guardar, navego por la red en busca de información sobre su deceso. Antes de teclear el inevitable y solemne obituario –ya lo haré en breve– me encuentro con el detalle de que Steiner, cosa nada rara en un europeo de su generación, tocaba el piano como pasatiempo. Y recuerdo el parecido físico que siempre hallé entre el crítico nacido en París y el pianista Alfred Brendel, el intérprete de Beethoven y Schubert, además de sofisticado crítico musical.

Viendo fotos me doy cuenta que sólo comparten Steiner y Brendel (nacido en la antigua Checoslovaquia en 1931) un aire de familia y ni siquiera pasarían por primos. ¡Pero qué familia! Nada menos que la de la Ilustración, que los totalitarismos del siglo XX se empeñaron en borrar de la faz de la tierra y de la cual Steiner quizá fue el último de los grandes humanistas. Desde la crítica literaria en el periodismo del más alto perfil (en The New Yorker, donde substituyó a Edmund Wilson en 1965, nada menos) hasta la crítica literaria (otra vez) con el tratado minucioso sobre la traducción, el sentido de la literatura, la dificultad en la filosofía, el destino de la poesía, las memorias, los libros no escritos. Tampoco se arredró ante el cuento y la novela (donde sus contribuciones fueron más bien modestas, como las de los críticos Sainte–Beuve y Cyril Connolly antes que él).

Steiner, profesor en todas las universidades importantes de los Estados Unidos, Inglaterra y el continente (ya es hora de volver a utilizar, ay, la expresión), plantó cara al new criticism del medio siglo y al postestructuralismo y a la deconstrucción que le siguieron en las décadas finales del siglo XX, las del llamado giro lingüístico. Sólo un profundo conocedor del misterio de Martin Heidegger podía poner en su sitio a Jacques Derrida y devolverle a un Shakespeare su centralidad en el canon como astro en movimiento.

Pienso en Harold Bloom (1931-2019), de alguna manera su discípulo y su rival, y encuentro, con todo lo que lo admiré, superior en todos los órdenes a Steiner, quien nunca sintió la necesidad de proponer un canon pues éste, decía, lo llevaba en el alma cada lector. Tampoco gustaba del adjetivo hiperbólico del que Bloom abusaba, aunque compartían su desdén del relativismo y del Resentimiento. El nacionalismo estadounidense de Bloom, me imagino también, debió parecerle estrecho al europeo Steiner, el hombre de las tres lenguas que se jactaba de conocer toda Europa (con pasaporte de los Estados Unidos), kilómetro por kilómetro. Se jactaba de muchas cosas Steiner y era malquerido por pomposo y autoritario. Fue un profesor que escribía bien, muy bien y por ello le recordaba a sus colegas lo mal que redactaban, su fatua torpeza de expresión, sus teorías charlatanas.

Frente al desastre de la educación en los antiguos reinos donde brillaron las Luces en el siglo XVIII, Steiner propuso el regreso a la memorización y a las humanidades clásicas. Pero nunca fue un anticuado ni un anacrónico y, si bien padeció de estupor ante el nuevo siglo, se alegró de que las nuevas tecnologías llevasen a Mozart o a Stendhal hasta el más lejano rincón de la tierra, con solo dar un clic. Tampoco se aisló ante las novedades. Lo recuerdo preguntándose qué demonios hacía la Academia Sueca premiando autores segundones sin fijarse en Thomas Bernhard y, como muchos jóvenes después de él, se fascinó con el hoy olvidado Lawrence Durrell. Nunca abandonó su puesto como reseñista del Times Literary Supplement y cada año recomendaba sus lecturas predilectas, mismas que he seguido hasta los inviernos más recientes.

Nunca se dejó aturdir por lo fenoménico y en todos sus libros buscó la esencia de lo humano en cuanto civilización y barbarie, como Simone Weil y Hannah Arendt, a las cuales criticó con esa firmeza que sólo puede provenir de la empatía primordial. El poder moral de la literatura, dicen todos los obituarios, fue su tema. Le fascinó el pacto con el diablo que convirtió al esteta Gyorgï Lukács en comisario del gusto soviético y de igual manera, lo desveló el mucho o poco nazismo encriptado en la filosofía de Heidegger. Steiner siempre nos recordó que aquellos que podemos leer, escribir, pintar o escuchar música, ir a museos y hasta viajar, somos unos privilegiados absolutos frente a quienes Frantz Fanon llamó “los condenados de la tierra”. Por ello, políticamente, Steiner fue un socialdemócrata clásico.

Con su muerte, a su vez, se apaga una de las últimas estrellas de la Ilustración judía. Su familia, de origen vienés, se salvó, gracias al olfato de su padre, del nacionalsocialismo y, si bien nunca fue un judío ortodoxo, muy capaz de decir que mucho del Antiguo Testamento era barbarie tribal, fue un hombre orgulloso de que sus bibliotecas tuvieran la forma de una sinagoga. Consideraba que debía respetarse, con cada generación, el matrimonio entre judíos como seña de identidad. Y cuando desaprobó las políticas del gobierno israelí, lo hizo advirtiendo que era muy fácil criticarlo sin haber vivido en una nación democrática rodeada de enemigos armados que asumían su liquidación como su objetivo.

Aunque no lo vivió, como su amado poeta Paul Celan, el Holocausto fue para él, el acontecimiento central de los siglos modernos. Hasta donde sé, consideró que nada tenía que decir sobre Ernst Jünger y ofreció su silencio como respuesta. Steiner se sabía un sobreviviente y en el linaje de sabios talmúdicos al cual debe ser adscrito, buscó a El libro en todas las bibliotecas. De su obra, esta tarde, me quedaría, con el primero que leí En el castillo de Barbazul (1971), por lo que tuvo de formativo y Errata (1997), su breve autobiografía, por haber sido una verdadera confirmación. Pero sus grandes libros acaso fueron otros: Después de Babel (1975), Presencias reales (1989), Pasión intacta (1996).

Lamentaba no saber español y así lo confesó, cuando vino a México en 1998, ante la sala mayor del Palacio de Bellas Artes. Ahí, tras su conferencia sobre las humanidades, permitió preguntas del público y regañó, como si fuera cualquiera de sus alumnos en Princeton, Oxford o Ginebra, a un estudiante que usó sin escrúpulos la palabra “utopía”. Creía más en la autoridad del maestro que en las ocurrencias del profesor. Respetaba a la literatura y se hacía respetar como su supremo guardián (léase, para entenderlo en ese dicterio, Lecciones de los maestros, de 2003). Podrá disgustar, en una época caracterizada por la infantilización del adulto y la hostilidad de las universidades contra la libertad de expresión, pero no otra fue la actitud de sus predecesores Sainte-Beuve, Saintsbury, Taine, Menéndez Pelayo, Wilson, Connolly, Empson, Barthes. Los estilos fueron distintos, no el ejercicio de esa potestad.

Colega de Octavio Paz en Cambridge, Plural, Vuelta y Letras Libres lo tuvieron, a George Steiner, entre sus colaboradores. En aquel 1998 también fue a dar una charla más selecta, a la Universidad Nacional. Su amigo y traductor, además de su cicerone en México, Adolfo Castañón, me invitó a saludarlo. Me negué porque no me sentí digno de presentarme ante él. Permanecí en casa, como ahora, escuchando las sonatas para piano de Beethoven tocadas por su falso gemelo, Alfred Brendel.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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