Edward O. Wilson, el biólogo de los desafíos

El fundador de la sociobiología y popularizador del concepto "biodiversidad" fue un pensador y científico polémico y estimulante apodado como "el nuevo Darwin".
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Fue en las redes sociales donde me enteré de la triste noticia del fallecimiento, el pasado 26 de diciembre a los 92 años, del gran mirmecólogo Edward O. Wilson, al que no sin cierta arbitrariedad se le ha llamado (por Tom Wolfe) “el nuevo Darwin”. Habiendo sido el mayor especialista en hormigas que ha existido, no es, sin embargo, a esta causa a la que hay que atribuir la extensión de su popularidad, que iba mucho más allá del estrecho círculo de los especialistas.

Hoy quizás Wilson sea recordado por sus últimos libros de divulgación sobre la creatividad o sobre el sentido de la existencia, o por haber popularizado el término “biodiversidad” y haberse convertido en uno de los más activos defensores de lo que ese concepto reivindica (su propuesta de reservar intocada la mitad de nuestro planeta para la conservación y el fomento de la diversidad de las especies que lo pueblan ha recibido una amplia atención), pero los más veteranos le recordaremos por otra empresa mucho más controvertida, aunque no menos influyente. Wilson fue el padre de una disciplina, de accidentado periplo, conocida como Sociobiología. Su obra con este título (o, más precisamente, con el título de Sociobiología: la nueva síntesis) marcó un antes y un después en la biología teórica.

El libro, publicado en 1975, en realidad no hacía más que extender a otras especies el recurso teórico que Wilson ya había aplicado con éxito a las hormigas. Ese recurso consistía sencillamente en explicar el comportamiento social de aquellas especies que poseen dicho rasgo por medio de hipótesis adaptacionistas, en coherencia con lo que la propia teoría de Darwin reclamaba. Esta era una tarea que, desde las derivaciones peligrosas a las que condujo el darwinismo social a finales del siglo XIX y principios del XX y, sobre todo, desde la Sozialbiologie de los nazis, nadie se había atrevido a retomar.

Si Wilson se hubiera limitado a hacer eso con las hormigas, o incluso con los chimpancés o algunos otros primates no humanos, el asunto habría quedado como una mera propuesta interesante, audaz quizás, dentro de un campo, el de la biología evolutiva, que nunca ha tenido demasiados promotores, aunque sí muchos críticos profanos. Pero Wilson dedicó el último capítulo del libro, una treintena escasa de páginas, al ser humano, y eso desató el escándalo.

¿Acaso se atrevía a decir que el comportamiento social de los seres humanos tenía una explicación biológica, genética incluso? ¿Acaso quería Wilson volver a las viejas ideas que conectaban el éxito social, económico, o político con presuntas ventajas adaptativas desplegadas por los triunfadores, buscando con ello una justificación biologicista del statu quo? ¿No estaba ya suficientemente asentada en las ciencias sociales la idea de que lo social y lo cultural son, en el ser humano, creaciones que obedecen exclusivamente a las determinaciones contextuales y cambiantes del entorno?

La oposición a las pretensiones de Wilson, que este reiteró cuatro años más tarde en su libro Sobre la naturaleza humana, con el que ganó el Pulitzer, fue tan fuerte que no solo recibió críticas demoledoras en revistas científicas y en medios de comunicación, sino que sufrió un hostigamiento personal que culminó el día en que unos asistentes a una de sus conferencias le arrojaron un cubo de agua fría. Entre sus críticos más acérrimos y constantes estuvieron los miembros del grupo Science for the People y dos colegas de Harvard, su propia universidad: Richard Lewontin y Stephen Jay Gould. Veían en la sociobiología de Wilson poco más que una pseudociencia de clara orientación conservadora que, al pretender basar en la genética los comportamientos sociales humanos y, por tanto, al fijarlos en nuestra naturaleza, cerraría el paso a cualquier intento serio de acabar con las injusticias y desigualdades que nos aquejan. Por otro lado, entre las críticas más cuidadosas y rigurosas desde el punto de vista teórico estuvo la que el filósofo de la biología Philip Kitcher realizó en su libro Vaulting ambition.

Si bien el debate nunca pudo volver al estricto terreno académico, dadas las implicaciones políticas señaladas, la polémica se acalló bastante cuando Peter Singer, un filósofo poco sospechoso de conservadurismo, publicó en 1999 un librito titulado Una izquierda darwiniana, en el que intentaba tranquilizar a los lectores de  izquierda mostrándoles que el darwinismo no era ni mucho menos su enemigo. Como escribe Singer en las primeras páginas, “ha llegado el momento de que la izquierda se tome en serio el hecho de que somos animales evolucionados y de que llevamos el sello de nuestra herencia, no solo en la anatomía y el ADN, sino también en nuestro comportamiento”.

La sociobiología tenía puntos débiles, claro está, como suele suceder con propuestas teóricas novedosas y arriesgadas. Quizás el principal de ellos estaba en considerar que eran las conductas sociales concretas (o incluso las ideas y creencias, o a lo sumo ciertas reglas epigenéticas) las seleccionadas por la selección natural. Con el tiempo, este supuesto problemático fue eliminado por la disciplina sucesora: la psicología evolucionista. En ella, lo que se selecciona son los mecanismos psicológicos que resultan adaptativos y que favorecen la generación de esas conductas ante las circunstancias adecuadas. Pero este no era el único problema.

No es cuestión de entrar ahora en tecnicismos. Digamos solo que las hipótesis propuestas por la sociobiología eran muy especulativas y de difícil contrastación empírica, por no decir imposible, lo cual ponía en cuestión el propio carácter científico de la disciplina. Además, sus críticos señalaban que las explicaciones sociobiológicas adolecían en bastantes ocasiones de un cuestionable determinismo genético. Wilson siempre rechazó esto último e insistió en que no había que confundir con el determinismo, según el cual los genes determinan formas culturales, la tesis de la coevolución entre genes y cultura, que era la que él sostenía.

No fue esta la única polémica filosófico/científica en la que se vio envuelto Wilson. Para proporcionar una explicación adaptacionista del altruismo y de otras facetas de la sociabilidad, tanto en humanos como en otros animales, apeló a la selección de grupos, es decir, a la vieja idea de Darwin, prácticamente abandonada, de que la selección natural, en estos casos, puede actuar directamente sobre grupos de organismos y no solo sobre organismos individuales. En años posteriores la selección de grupos ha vuelto a ser tomada en consideración, con funciones limitadas, por biólogos y filósofos de la biología.

En el terreno epistemológico, muy controvertida fue también la tesis que defendió en uno de sus mejores libros, Consiliencia. La unidad del conocimiento, publicado en 1998. Lo que en principio Wilson presentaba como un proyecto loable (y tantas veces anhelado) de desdibujar las fronteras entre las ciencias y las humanidades, puesto que “la mayor empresa de la mente siempre ha sido y siempre será el intento de conectar las ciencias con las humanidades”, siendo “la actual fragmentación del conocimiento y el caos resultante en la filosofía, no […] reflejos del mundo real, sino artefactos del saber”, fue recibido por algunos humanistas como un intento embozado por parte de los científicos de quedarse con buena parte del pastel de las humanidades, si no con todo él.

El movimiento de la tercera cultura (Wilson prefería la denominación de “tercera Ilustración”), en el que algunos encuadraron su propuesta, nació bajo la sospecha (probablemente injusta en el caso de Wilson, pero no tanto en el de autores como John Brockman) de que, en realidad, lo que se quería trasladar a la sociedad era la idea de que los científicos podían hacerlo mejor que los humanistas en los campos y temas en los que estos tradicionalmente habían fracasado.

Termino este recordatorio de Wilson con una anécdota personal. En la primavera de 2007, durante una estancia de investigación en la Universidad de Harvard, en la que Wilson era aún profesor emérito, tuve la oportunidad de escucharle en directo. Impartió una conferencia en la Divinity School, que es el nombre harrypotteriano con el que los anglosajones suelen designar a la Facultad de Teología en sus universidades. Iba allí, tal como dijo, a convencer a las personas de fe de que la conservación de la biodiversidad del planeta era una tarea ineludible si se querían mantener aspectos fundamentales de la obra del creador, y que, por tanto, los creyentes y los ecologistas deberían considerarse a sí mismos como buenos aliados.

No sé hasta qué punto, pese a su fuerte carisma, convencería a los asistentes de que su fe religiosa debería hacerles militar en el ecologismo o, al menos, simpatizar con él, pero he de admitir que su discurso, que acababa de desarrollar en un libro, no resultaba ni retórico ni vacío, y que en los EE.UU., un país en el que la religión tiene una presencia pública mucho más notable que en otros países occidentales, no era en absoluto baladí. Era, en definitiva, el discurso de un gran biólogo que sabía que su influencia podía ser usada para fomentar el cuidado por toda la vida en este planeta. Una de las principales tareas morales que tenemos por delante y a la que él dedicó sus empeños en los últimos años.

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